Thursday, July 07, 2005

Gaston Rébuffat - Estrellas y borrascas (fragmento)

Mientras residía en Marsella, soñaba siempre con ascensiones. Todos los inviernos esperaba la llegada del mes de julio con impaciencia, y por fin llegaba el día de emprender la marcha hacia Ailefroide o Chamonix. Pasaba algunos días en las cumbres, y después me tocaba esperar un año más, así que, un día, decidí vivir en la montaña y me hice guía.

¡Exigente juventud que no se conforma con términos medios!

La profesión de guía es una de las más hermosas que existen, porque el hombre la ejerce sobre la tierra que aún permanece virgen.

En nuestros días, pocas cosas siguen siendo como eran; ya no existe ni la noche, ni el frío, ni el viento, ni las estrellas. Todo se ha neutralizado. ¿Dónde está el ritmo de la vida? ¡Todo va tan aprisa y hace tanto ruido! El hombre con prisa ignora la hierba de los caminos, su color, su olor, sus reflejos cuando el viento la acaricia.
Qué curioso es el encuentro entre la naturaleza humana y los relieves del planeta: hombres en completo silencio. ¿Una fuerte pendiente de nieve dura como un cristal? La escalan y rubrican su trabajo: una huella irreal.

En el verano se levantan todos los días de madrugada para interrogar al cielo y al viento. El día anterior estaban inquietos: largas nubes rayaban el oeste. Temían que la noche se estropeara: la Vía Láctea brillaba con excesiva crudeza, el frío se hacía esperar.
Pero el viento del norte se ha levantado; el cielo y la nieve están en condiciones; el guía puede despertar a su cliente y salir. En ese momento una cuerda une a dos seres con una sola vida; el guía se ata a un desconocido que va a convertirse en un amigo: cuando dos hombres comparten lo bueno y lo malo, dejan de ser desconocidos.

El guía no escala para él mismo: abre las puertas de sus montañas como el jardinero las verjas de su parque. La altitud es un marco maravilloso para un trabajo, escalar le procura un placer que nunca le cansa, pero sobre todo le satisface la felicidad de aquel a quien acompaña. Sabe que determinada excursión es particularmente interesante, que en tal lugar se goza de una magnífica vista, que cierta arista de hielo es bella como un encaje; no dice nada, pero la sonrisa de su compañero al descubrirlo es su recompensa. Si el guía no pensara conseguir más placer que el de su propia escalada, quedaría defraudado y se cansaría pronto de la montaña. No; tras escalar cinco, diez o veinte veces la misma fisura o la misma placa, vuelve a sentirse contecto al encontrarsela. Pero su felicidad proviene de un sentimiento más profundo: su parentesco con la montaña y con los elementos, como el campesino con su tierra o el artesano con la materia que trabaja. Si el segundo de cuerda duda, el guía le devuelve la confianza; si la tormenta se presenta repentinamente, conoce sus secretos: su instinto le dirige, su responsabilidad aumenta sus fuerzas y conduce nuevamente a su cordada hasta el refugio.
Entre los nativos de Chamonix o de otros valles de la montaña, el oficio de guía suele pasar de padres a hijos. Pero, ¡yo soy marsellés! Sin embargo, fue en mi Provenza natal, en las colinas de la Sainte-Baume o del Luberon, o en las Calanques, junto al mar, donde nació en mí el amor al viento y a los grandes espacios, a las estrellas y a las borrascas, a las flores y a los bosques, al olor y al sabor de todas esas cosas.


Las noches que se pasan en la montaña se cuentan entre los recuerdos más hermosos de la vida de un alpinista; pero lo que nunca se olvida son los vivacs a la intemperie, bajo las estrellas.
Al final de la jornada, el alpinista busca un rellano, coloca su mochila en el lugar idóneo, introduce un clavo y se ancla a él; después del duro y acrobático esfuerzo de la ascensión, medita como lo haría un poeta, pero integrándose más que éste en la vida de la montaña. El hombre que vivaquea liga su propia carne a la carne de la montaña. Sobre su lecho de piedra, adosado a la gran muralla, frente al familiar vacio, ve, hacia su izquierda, cómo se oculta el sol en el horizonte, mientras el cielo extiende en la parte opuesta su manto de estrellas. Primero permanece en vela, luego se duerme, si puede; se despierta, observa el cielo, se vuelve a dormir.

Conozco a muchachos entusiastas que huyen de la ciudad los fines de semana para ir a los bosques de Fontainebleau o a las Calanques; el domingo escalan, pero el sábado por la tarde vivaquean, para disfrutar de la naturaleza y del universo.

Algunos alpinistas se sienten orgullosos de haber realizado todas sus ascensiones sin vivac. ¡No saben lo que se pierden! Lo mismo que aquellos a los que sólo les gustan las ascensiones sobre roca, o sobre hielo, o únicamente las aristas o las paredes. No hay que rechazar ninguna de las mil y una maravillas que la montaña nos brinda, ni limitar o apartarse de nada. Tener sed, tener hambre, poder ir muy deprisa, saber también avanzar lentamente o incluso detenerse a meditar. ¡Vivir!

Extraído de Estrellas y borrascas de Gaston Rébuffat
(Desnivel ediciones)

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