Thursday, June 30, 2005

Europa o la cristiandad - Novalis

Europa o la cristiandad por Novalis



Fueron tiempos bellos y resplandecientes aquellos en que Europa era un país cristiano, en que una cristiandad vivía en esta parte del mundo humanamente configurada; un gran interés comunitario vinculaba las más lejanas provincias de este vasto imperio espiritual. Sin grandes bienes temporales, un jefe dirigía y unía las grandes fuerzas políticas. Un gremio numeroso, al que cualquiera tenía acceso, se hallaba directamente sujeto al mismo, cumplía sus advertencias y aspiraba con celo a reforzar su poder bienhechor. Cada miembro de esta sociedad era honrado por doquier, y si la gente común buscaba en él consuelo o ayuda, protección o consejo, y con agrado él proveía ampliamente sus necesidades, encontraba también entre los más poderosos protección, prestigio y atención; y todos cuidaban a estos hombres escogidos y equipados con asombrosas fuerzas, como a hijos del cielo, cuya presencia y simpatía difundía múltiples bendiciones. Una infantil confianza unía a los hombres con sus predicciones.

¡Con qué alegría podía cada cual realizar su jornada terrenal, puesto que por medio de estos hombres santos se les deparaba un futuro seguro y cada falta se les perdonaba, cada descolorido momento de la vida se les borraba y esclarecía. Ellos eran los expertos timoneros en el gran mar desconocido, bajo cuya custodia se podía menospreciar todos los temporales y contar con una arribada segura a la costa del verdadero mundo patrio. Las tendencias más desenfrenadas y voraces tenían que ceder ante la veneración y la obediencia frente a sus palabras. Salía de ellas paz. No predicaban más que amor a la santa y hermosísima Señora de la Cristiandad, que, provista de fuerzas divinas, estaba dispuesta a salvar a todo creyente de los más terribles peligros. Contaban de hombres divinos, muertos hacía ya mucho tiempo, que por apego y fidelidad hacia aquella Madre bienaventurada y hacia su Hijo amable y divino, resistieron a la tentación del mundo terrenal, consiguieron honores divinos y ahora se habían convertido en potencias bienhechoras, protectoras de sus hermanos vivientes, salvadores serviciales en la necesidad, abogados de los defectos humanos y amigos eficaces de la humanidad ante el trono celestial. Con qué alegría se abandonaban las bellas reuniones en las misteriosas iglesias, adornadas con alentadoras imágenes, llenas de dulces perfumes y vivificadas con sublime música sacra.

Se conservaban en ellas los restos consagrados de antiguos hombres temerosos de Dios, guardados en preciosas vasijas. Y en ellos se revelaba la bondad y omnipotencia divinas, la poderosa caridad de esos felices devotos mediante milagros y signos maravillosos. Y así como algunos conservan los bucles o las cartas de sus seres amados fallecidos y alimentan con ello el dulce ardor hasta la muerte reconciliadora se reunía en todas partes con íntimo cuidado lo que había pertenecido a estas almas queridas y todo el que pudiese conseguir o simplemente rozar una reliquia tan consoladora, se daba por feliz. De vez en cuando parecía haberse radicado la gracia celestial en una imagen extraña o en un túmulo, y hacia allí corrían torrencialmente de todas partes hombres con hermosas ofrendas y volvían con regalos celestiales: paz del alma y salud del cuerpo.

Esta poderosa sociedad pacificadora buscaba asiduamente hacer participar a todos los hombres de esta fe admirable, y enviaba a sus miembros a todas las partes del mundo para anunciar su Evangelio de la vida y erigir el reino de este mundo. Con razón se oponía la prudente cabeza de la Iglesia a una descarada educación de las disposiciones humanas a costa del sentido divino y de descubrimientos inoportunos y peligrosos en el campo del saber. De este modo prohibió a los atrevidos pensadores afirmar que la Tierra fuera un astro movedizo sin importancia, ya que sabía bien que los hombres perderían, con el respeto hacia su morada y su patria terrenal, el respeto de la patria celestial y su linaje, y antepondrían el saber limitado a la infinita fe y se acostumbrarían a menospreciar todo lo grande y lo digno de admiración y a considerarlo como efecto causal carente de vida. En su corte se reunían todos los hombres sabios y honorables de Europa. Todos los tesoros fluían hacia allí, la Jerusalén destruida se había vengado, y la misma Roma se había convertido en Jerusalén, en sagrada residencia del gobierno divino sobre la Tierra. Los príncipes presentaban sus desavenencias al padre de la cristiandad, ponían gustosos a sus pies sus coronas y su suntuosidad, llegando a tener por título de gloria el terminar como miembros de este alto gremio, y pasar el atardecer de sus vidas en contemplación divina entre los solitarios muros de un convento. Cuán benéfico, cuán adecuado era este gobierno, esta institución, a la naturaleza interna de los hombres, lo revelaba el poderoso auge de todas las otras fuerzas humanas, el desarrollo armónico de todas las disposiciones, la prodigiosa altura que alcanzaron algunos hombres en todas las materias de las ciencias de la vida y del arte, y el tráfico comercial, floreciente en todas partes, de mercancías espirituales y terrenales en el ámbito de Europa e incluso hasta la India más lejana.

Estos eran los rasgos esenciales más hermosos de los tiempos auténticamente católicos o auténticamente cristianos. Todavía no estaba la humanidad bastante madura, no estaba bastante formada para este maravilloso reino. Era un primer amor, que desfalleció bajo el peso de negocios cuyo recuerdo fue desplazado por preocupaciones interesadas, y cuyo vínculo fue luego voceado, y juzgado después de experiencias posteriores como fraude y locura, siendo desgarrado para siempre por una gran parte de los europeos. Esa gran escisión interior, a la que acompañaban guerras destructoras, fue un signo notable del carácter nocivo de la cultura para el sentido de lo invisible, por lo menos de un temporal carácter nocivo de la cultura de un cierto nivel. Aquel sentido inmortal no puede ser destruido, pero sí turbado, entorpecido, desplazado por otros sentidos. Una comunidad de hombres de cierta duración reduce las inclinaciones, la creencia en su linaje, y les acostumbra a volver todos sus pensamientos y anhelos únicamente hacia los medios del bienestar; las necesidades y las artes de su satisfacción se complican, el hombre codicioso necesita tanto tiempo para conocerlas y adquirir habilidades en ellas, que no queda tiempo para una concentración sosegada del ánimo, para la observación atenta del mundo interior. En casos de colisión le parece más natural el interés actual, y entonces decae la hermosa flor de su juventud, fe y amor, dejando su lugar al saber y al haber, frutos más ásperos. Se piensa en la primavera a fines del otoño como en un sueño pueril, y se espera con pueril ingenuidad que los graneros llenos habrán de durar siempre. Cierta soledad parece necesaria para el desarrollo de los sentidos más altos, y por ello un trato demasiado extendido de los hombres entre sí tiene que ahogar más de un germen sagrado y ahuyentar a los dioses, que rehúyen el tumulto intranquilo de sociedades que distraen y las discusiones sobre asuntos mezquinos. Fuera de esto, nos encontramos aquí frente a tiempos y periodos, y ¿no es esencial a éstos una oscilación, un cambio de movimientos opuestos?; ¿no les resulta peculiar una duración limitada?; ¿no es su naturaleza un crecer y un menguar?; ¿pero no hay que esperar también de ellos con seguridad una resurrección, un rejuvenecimiento en una forma nueva, intensa?

Evoluciones progresivas que crecen cada vez más, son la materia de la historia. Lo que ahora no alcanza la perfección, la alcanzará en un intento posterior o reiterado; nada de lo que abrazó la historia es pasajero, y a través de transformaciones innumerables renace de nuevo en formas siempre más ricas. Una vez en verdad había aparecido el cristianismo con pleno poder y magnificencia, hasta que una nueva inspiración mundanal gobernó su ruina, su letra, con omnipotencia y escarnio cada vez mayor. Una apatía infinita pesaba sobre el gremio del clero que se había vuelto seguro. Éste se había detenido en el sentimiento de su prestigio y su comodidad, mientras que los laicos le habían sustraído de las manos experiencia y erudición, dando grandes pasos hacia delante en la vía de la cultura. Olvidándose de su verdadera función, de ser los primeros entre los hombres en espíritu, entendimiento y formación, se les habían subido a la cabeza los bajos deseos, y la ordinariez y bajeza de su manera de pensar se hizo todavía más repugnante a causa de su indumentaria y su profesión. Así cesaron poco a poco el respeto y la confianza, los apoyos de este y de todo reino, y con ello se destruyó aquel gremio; el auténtico dominio de Roma acababa tácitamente mucho antes de la insurrección violenta. Sólo medidas atinadas, es decir, sólo transitorias, conservaban intacto el cadáver de la constitución y le preservaban de una excesivamente rápida disolución, figurando entre aquéllas de modo preferente, por ejemplo, la abolición del matrimonio de los sacerdotes. Una medida que, aplicada análogamente también al estado militar, semejante, podría darle una tremenda consistencia y permitirle prolongar su existencia mucho tiempo. ¿Qué cosa era más natural que al fin una cabeza inflamada predicase una rebelión pública contra la despótica letra de la antigua constitución, y con fortuna tanto mayor, por ser él mismo compañero de gremio?

Con razón se llamaron a sí mismos protestantes los insurgentes, puesto que protestaron solemnemente contra toda pretensión de un poder que aparecía como incómodo e ilegítimo, a actuar sobre la conciencia. Le quitaron por de pronto su derecho, cedido tácitamente, respecto del estudio, la regulación y la elección de la religión, considerándolo como vacante, y lo recabaron para sí. Establecieron también gran cantidad de disposiciones nocivas; pero olvidaron el resultado necesario de su proceso; separaron lo inseparable, dividieron la Iglesia indivisible y se apartaron, pecaminosamente, de la sociedad cristiana, por la cual y en la cual era posible tan sólo el auténtico y duradero renacer.
La situación de anarquía religiosa sólo puede ser pasajera, ya que el motivo necesario de dedicar un número de hombres únicamente a esta alta función y de hacer que este número de hombres sea independiente del poder temporal en atención a estos asuntos, perdura, con eficacia y validez permanente. La creación de los consistorios y la conservación de una clase de personas eclesiásticas no remedió esta necesidad y no fue compensación suficiente. Por desgracia, los príncipes se habían mezclado en esta división, y muchos aprovecharon estas querellas para el afianzamiento y la ampliación de su soberanía territorial y de sus ingresos. Estaban contentos de haberse librado de aquella alta influencia y tomaron los nuevos consistorios bajo su protección y dirección soberana. Estaban fervientemente preocupados por evitar la total unión de las iglesias protestantes, y así fue encerrada la religión de una manera irreligiosa dentro de las fronteras estatales, poniéndose con ello la base para la progresiva destrucción del interés religioso cosmopolita. Así perdió la religión su gran influencia política pacificadora, su papel peculiar como principio unificador e individualizador de la cristiandad. La paz religiosa fue concluida según principios totalmente falsos y contrarios a la religión, y por la continuación del llamando protestantismo algo enteramente contradictorio –un gobierno de la revolución– se proclamó permanente.

Sin embargo, aquel puro concepto distó mucho de ser la base del protestantismo; por el contrario, Lutero trató en general al cristianismo de un modo arbitrario, desconoció su espíritu e introdujo otra letra y otra religión, a saber, la validez general y sagrada de la Biblia, y con ello se entremezcló desgraciadamente en la causa de la religión otra ciencia terrenal, totalmente ajena –la filología–, cuya influencia consuntiva será a partir de ahora evidente. Él mismo, por el obscuro sentimiento de este error, fue exaltado entre gran número de protestantes al rango de un evangelista, y su traducción, canonizada. Esta elección fue sumamente funesta para el espíritu religioso, ya que nada destruye su irritabilidad como la letra. En la situación anterior, no pudo ésta llegar a ser nunca tan dañina, debido a la gran extensión, la flexibilidad y la abundante materia de la fe católica, así como a la esoterización de la Biblia y al poder sagrado de los concilios y del jefe espiritual; ahora, en cambio, fueron aniquilados estos antídotos, se afirmó la absoluta popularidad de la Biblia, y así el contenido escaso, el proyecto abstracto y sin elaborar de la religión, ejerció en estos libros una presión tanto más perceptible, y le hizo infinitamente más difícil al Espíritu Santo la libre vivificación, penetración y revelación. De ahí que la historia del protestantismo tampoco nos enseñe ya ninguna gran aparición maravillosa de lo supraterrenal. Sólo su comienzo brilla por un fuego pasajero del cielo, después se hace visible ya el marchitar del sentido de lo sagrado; lo mundano ha prevalecido, el sentido artístico sufre simpatéticamente con ello, y sólo muy de vez en cuando surge, aquí y allí, un genuino, eterno y puro centelleo de vida y se asimila una pequeña comunidad. Éste se apaga, y la comunidad se desune de nuevo y es arrastrada por la corriente. Así Zinzerdof, Jakob Böhme y otros más.
Los moderados conservan la supremacía y el tiempo se acerca de una absoluta atonía de los órganos superiores, del periodo de la incredulidad práctica. Con la Reforma se acabó la cristiandad. A partir de entonces no existiría ninguna más.
Católicos y protestantes o reformados estuvieron, en divorcio sectario, más alejados entre sí que los mahometanos y paganos. Los Estados católicos que quedaron siguieron vegetando, no sin sentir imperceptiblemente la influencia dañina de los Estados protestantes vecinos. La política moderna no nació hasta este momento, y poderosos Estados aislados trataron de apoderarse de la sede universal vacante, transformada en un trono. A la mayoría de los príncipes les pareció una humillación tener miramientos por un sacerdote impotente. Ellos sintieron por primera vez el peso de su fuerza corporal sobre la Tierra, vieron inactivos los poderes celestiales en la ofensa inferida a sus representantes, y buscaron ahora poco a poco, sin ser notados por los súbditos todavía apegados al papado, derribar el molesto yugo romano y hacerse independientes sobre la Tierra. Tranquilizaron su inquieta conciencia astutos padres espirituales que no perdían en ello nada más que el que sus hijos espirituales se arrogasen el poder de disposición sobre los bienes de la Iglesia. Por suerte para la antigua constitución, se irguió entonces una orden de nueva creación sobre la que el espíritu agonizante de la jerarquía parecía haber derramado sus últimos dones, que renovó lo antiguo con nueva energía y se encargó de la regeneración del reino pontificio con magnífica penetración y constancia, de la forma más inteligente que se hubiera visto.


Todavía no se había podido encontrar tal sociedad en la historia universal. Ni el antiguo senado romano había proyectado con mayor seguridad de éxito planes para la conquista del mundo. No se había pensado todavía con mayor inteligencia en la realización de una idea mayor. Esta sociedad será para siempre un modelo para todas las sociedades que sientan un ansia orgánica de infinita difusión y duración eterna, pero también para siempre una prueba de que sólo el tiempo no vigilado frustra las empresas más razonadas y que el crecimiento natural de todo el género reprime irresistiblemente el crecimiento artificial de una parte. Todo lo individual por sí tiene una medida propia de aptitud, sólo la capacidad del género es inmensurable. Todos aquellos planes que no sean trazados plenamente según todas las disposiciones del género, tienen que fracasar. Aún más notable viene a ser esta sociedad como madre de las llamadas sociedades secretas, de un germen histórico todavía no maduro, pero ciertamente importante. El nuevo luteranismo, no protestantismo, no podía ciertamente tener un rival más peligroso. Todos los encantos de la fe católica se hicieron aún más fuertes bajo su mano, las riquezas de las ciencias volvieron a desembocar en su celda. Lo que en Europa se había perdido, trataron repetidamente de ganarlo de nuevo en las otras partes del mundo, en el poniente y el levante más lejanos, y de apropiarse de la dignidad y el oficio apostólicos, dándoles vigencia. Tampoco ellos se quedaron atrás en los esfuerzos por obtener popularidad, y sabían bien cuánto había tenido que agradecer Lutero a sus artificios demagógicos, a su estudio del pueblo común. Por todas partes fundaron escuelas, penetraron en los confesionarios, subieron a las cátedras y dieron ocupación a las prensas, se hicieron poetas y filósofos, ministros y mártires, y permanecieron, en la enorme expansión desde América a China, a través de Europa, en la más admirable concordancia entre la acción y la doctrina. Reclutaron su orden de sus escuelas con sabia elección. Predicaron contra los luteranos con un fervor aniquilador y trataron de convertir en el deber más apremiante de la cristiandad católica la más cruel exterminación de esos herejes, verdaderos compañeros del diablo.


Sólo a ellos habían tenido que agradecer los Estados católicos, y particularmente la sede papal, su larga supervivencia respecto de la Reforma, y quién sabe cuál sería la faz del mundo si débiles superiores, los celos de los príncipes y de otras órdenes religiosas, las intrigas de la corte y otras circunstancias extraordinarias no hubiesen interrumpido su denodado curso, destruyendo casi, con ellos, la última defensa de la constitución católica. Ahora duerme, esta terrible orden, de forma miserable, en los confines de Europa, y tal vez ocurra que se extienda desde allí, como el pueblo que la protege, con nueva fuerza, alguna vez, por su vieja patria, acaso bajo otro nombre. La Reforma había sido un signo de los tiempos. Fue importante para toda Europa, aun cuando en un principio sólo estallara públicamente en la verdaderamente libre Alemania. Las buenas cabezas de todas las naciones habían alcanzado en secreto la mayoría de edad, y bajo la engañosa impresión de su profesión se rebelaban con tanta mayor audacia contra una presión que había prescripto. Por instinto, es el docto enemigo de la clerecía, según antigua constitución; el estamento de los doctos y el eclesiástico tienen que llevar a cabo guerras de exterminio cuando están separados, pues se pelean por un mismo puesto. Esta separación se impuso cada vez más, y los doctos ganaron un campo tanto mayor cuanto más se acercaba la historia de la humanidad europea al periodo de la erudición triunfante, y el saber y la fe entraban en una oposición más decidida. Se buscó en la fe el motivo del estancamiento general y se esperaba superarlo por la penetración del saber. Por todas partes padeció el sentido religioso bajo las múltiples persecuciones de su índole anterior, de su personalidad temporal. El resultado de la manera de pensar moderna se llamó filosofía y se contaba en ella todo lo que se oponía a lo antiguo, es decir, especialmente toda ocurrencia contra la religión. El inicial odio personal a la fe católica se transformó poco a poco en odio a la Biblia, a la fe cristiana y finalmente incluso a la religión. Aún más, el odio hacia la religión se extendió de una manera muy natural y consecuente a todos los objetos de entusiasmo, a la fantasía y al sentimiento, a la moralidad y al amor a las artes, al futuro y al pasado, colocó con dificultad al hombre arriba en la serie de los seres naturales, y convirtió a la música infinita y creadora del universo en tableteo monótono de un enorme molino que, movido por la corriente del azar y nadando sobre ella, era un molino en sí, sin
arquitecto ni molinero, y en realidad un auténtico perpetuum mobile, un molino que se muele a sí mismo.

Un entusiasmo le fue dejado magnánimamente al pobre género humano, haciéndolo indispensable como piedra de toque de la formación superior para cada actuante de la misma, sobre todo para sus sacerdotes y sus mistagogos. Francia era tan feliz de llegar a ser el regazo y la sede de esta nueva fe, que se había aglutinado a fuerza de saber. Por desacreditada que estuviese la poesía en esta nueva Iglesia, hubo sin embargo algunos poetas en medio que se servían todavía, a causa del efecto, del antiguo ornamento y de las antiguas luces, pero incurrían a la vez en el peligro de inflamar el nuevo sistema del mundo con antiguo fuego. Miembros más inteligentes sabían no obstante volver a rociar enseguida con agua fría a los oyentes que ya se habían calentado. Los miembros estaban incesantemente ocupados en purificar de poesía la naturaleza, la superficie de la Tierra, las almas humanas y las ciencias, en destruir toda huella de lo sagrado, en enturbiar el recuerdo de todos los solemnes sucesos y hombres a fuerza de sarcasmos, y en despojar al mundo de todo adorno multicolor. Por su obediencia matemática y su libertad, la luz se había convertido en su favorita. Se alegraban de que se dejase romper antes que jugar con colores, y de ahí que
denominasen según ella a su gran negocio, Ilustración. En Alemania, este negocio se llevó a cabo de una manera más detenida, se reformó la instrucción pública, se quiso dar a la antigua religión un sentido razonable más nuevo, más común, borrando cuidadosamente de ella todo lo milagroso y misterioso; se puso a contribución toda erudición para cortar la huida hacia la historia, con el intento de ennoblecerla, haciendo de ella un retrato de costumbres de familia casero y burgués. Se convirtió a Dios en espectador ocioso del grande y conmovedor espectáculo que representaban los eruditos, que al final debía agasajar y admirar a los poetas y actores. El pueblo común fue ilustrado con gran predilección y educado para aquel entusiasmo cultivado, y así nació un nuevo gremio europeo: los filántropos e iluministas. Lástima que la naturaleza permaneciese tan magnífica e incomprensible, tan poética y tan infinita, a pesar de todos los esfuerzos por modernizarla. Si en algún lugar asomaba una antigua superstición en un mundo superior o la que fuese, se tocaba enseguida la alarma desde todas partes y se apagaba en lo posible el peligroso destello por la filosofía y la burla; con todo, fue la tolerancia la consigna de los intelectuales y, sobre todo en Francia, sinónimo de filosofía. Es sumamente notable esta historia de la incredulidad moderna y la clave para todos los ingentes fenómenos de esta época.

Comienza sólo en este siglo y sobre todo en su última mitad, y crece en poco tiempo hasta alcanzar una magnitud y diversidad inabarcable; una segunda Reforma, más amplia y peculiar, era inevitable, tenía que llegar primero al país que más modernizado estaba y mayor tiempo había permanecido en situación asténica por falta de libertad. Hacía tiempo que el fuego supraterrenal se habría desahogado, frustrando los astutos planes de la Ilustración, si la presión e influencia mundanal no le hubiesen beneficiado. Pero en el momento en que surgió una escisión entre los eruditos y los gobiernos, entre los enemigos de la religión y toda su corporación, tenía de nuevo que aparecer como tercer miembro decisivo y mediador, y cada amigo suyo tiene, pues, que reconocer y proclamar esta aparición aun cuando ésta no fuera lo suficientemente visible. Un espíritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el tiempo de la resurrección y que precisamente los acontecimientos que parecieron haberse dirigido en contra de su activación y amenazaban con consumar su hundimiento, han sido los signos más favorables de su regeneración.

Una verdadera anarquía es el elemento generador de la religión. De la destrucción de todo lo posible, levanta ésta su gloriosa cabeza cual nueva creadora del mundo. Como por sí solo, sube el hombre hacia el cielo cuando nada más le ata; los órganos superiores se salen de por sí primero de la mezcla general y uniforme y de la absoluta disolución de todas las disposiciones y fuerzas humanas como el núcleo original de la configuración terrena. El espíritu de Dios flota sobre las aguas y una isla celestial se hará visible primero cual morada de los nuevos hombres, cual cuenca de la vida eterna sobre las olas que refluyen. El auténtico observador contempla tranquila y despreocupadamente los nuevos tiempos revolucionarios. ¿No tiene la sensación de que el revolucionario es como Sísifo? Acaba de alcanzar la cima del equilibrio y ya vuelve a rodar hacia abajo, por la otra parte, la poderosa carga. Ésta no permanecerá nunca arriba, si no la mantiene suspendida en la altura una atracción del cielo. Todos sus apoyos son demasiado débiles si su Estado adquiere la tendencia hacia la Tierra, pero si lo atan por medio de un ansia superior a las alturas del cielo, y si se le concede una relación con el Universo, en él se tendrá un resorte incansable y se verán los esfuerzos ampliamente recompensados. A la historia los remito, investiguen en su instructiva continuidad según momentos semejantes, y aprendan a usar la varita mágica de la analogía.

¿Deberá la Revolución seguir siendo la francesa, igual que la Reforma fue la
luterana? ¿Debe ser visto de nuevo el protestantismo de manera antinatural, como gobierno revolucionario? ¿Debe una letra dejar sitio a una letra? ¿Buscan ustedes el germen de la perdición también en la antigua institución, en el viejo espíritu, y creen encontrarse en una institución mejor, en un espíritu mejor? Ojalá que el Espíritu de los espíritus los llenara y desistieran de este insensato empeño de moldear la historia y la humanidad y de darle su dirección. ¿No es ella independiente, autónoma, tan buena como infinitamente amable y profética? Estudiarla, seguirla, aprender de ella, ir a su mismo compás, seguir fielmente sus promesas y sus señales, en esto nadie piensa. En Francia se ha hecho mucho a favor de la religión al haberle quitado el derecho de ciudadanía y sólo dejado el derecho de vecindad, y no en una persona única, sino bajo todas sus innumerables figuras individuales. Como una extraña y sencilla huérfana, tiene que reconquistar primero los corazones y ser querida por doquier antes de que sea de nuevo públicamente adorada y mezclada en los asuntos mundanales para el amistoso consejo y afinación de las mentes.
Sigue siendo históricamente extraño el intento de aquella gran máscara férrea que, bajo el nombre de Robespierre, buscaba en la religión el centro y la fuerza de la república; y la frialdad con que fue admitida la teofilantropía, este misticismo de la moderna ilustración; y las nuevas conquistas de los jesuitas; y el acercamiento hacia Oriente a través de la moderna situación política.

Del resto de los países europeos, excepto Alemania, sólo cabe profetizar que con la paz comenzará a latir en ellos una nueva vida religiosa superior y pronto devorará cualquier otro interés temporal. En Alemania, por el contrario, se puede ya con toda certeza mostrar las huellas de un mundo nuevo. Alemania marcha a paso lento pero seguro a la cabeza del resto de los países europeos. Mientras éstos están ocupados en la guerra, la especulación y el espíritu de partido, el alemán se convierte con todo celo en compañero de una época superior de la cultura, y este paso adelante ha de darle un gran predominio sobre los otros en el transcurso del tiempo. En las ciencias y las artes se advierte un poderoso hervor. Se desarrolla el espíritu en la infinitud. Se saca provecho de un filón nuevo y reciente. Nunca estuvieron las ciencias en mejores manos y produjeron por lo menos mayores esperanzas; las más diferentes facetas de los objetos son descubiertas, nada se queda sin agitar, sin apreciar, sin registrar. Se actúa sobre todo. Los escritores se vuelven más peculiares y poderosos, cada monumento antiguo de la historia, cada arte, cada ciencia encuentra amigos y es abrazada y fecundada con nuevo amor. Una variedad sin igual, una profundidad maravillosa, una elegancia relumbrante, conocimientos amplísimos, una rica y poderosa fantasía se encuentran aquí y allá, a menudo audazmente emparejadas. Un fuerte castigo del arbitrio creador, de la falta de límites, de la infinita diversidad, de la sagrada peculiaridad y de la capacidad total de la humanidad interior parece activarse por todas partes. Despertando del sueño matutino de la desvalida niñez, una parte del género ejercita sus primeras fuerzas ante serpientes que envuelven su cuna y quieren privarle del uso de sus miembros. Estos son tan sólo presagios inconexos y crudos, pero denuncian a la mirada histórica una individualidad universal, una nueva historia, una nueva humanidad, el abrazo más dulce de una joven y sorprendida Iglesia y de un Dios amante, a la vez que la concepción entrañable de un nuevo Mesías en sus mil miembros.


¿Quién no se siente con el dulce pudor de una buena esperanza? Lo recién nacido será la imagen de su padre, una nueva edad de oro con obscuros ojos infinitos, una edad profética, milagrosa y benéfica para las heridas, consoladora e incitadora de vida eterna, una gran edad de reconciliación, un Salvador que, cual un genuino genio familiar a los hombres, sólo será creído, no visto, y bajo innumerables formas visible a los creyentes, consumido como pan y vino, abrazado como una amada, respirado como aire, escuchado como palabra y canción y con celestial deleite acogido como muerte entre los supremos dolores del amor en el seno del cuerpo arrebatado. Ahora estamos a suficiente altura para sonreír amistosamente también a aquellos tiempos pasados, antes evocados, y reconocer asimismo en aquellas singulares locuras cristalizaciones notables de la materia histórica. Con gratitud queremos estrechar las manos de aquellos eruditos y filósofos; puesto que esta ilusión tenía que ser apurada para el mayor provecho de los descendientes y tenía que hacerse valer la apariencia científica de las cosas. Más seductora y coloreada, la poesía se halla como una India engalanada frente a las frías, muertas cimas de aquel entendimiento de salón. Para que la India esté en el centro del globo terrestre tan cálida y hermosa, un mar frío e inmóvil, rompientes muertas, niebla en lugar del cielo estrellado y una noche larga tienen que hacer ambos extremos inhospitalarios. El significado profundo de la mecánica pesaba sobre estos anacoretas en los desiertos del entendimiento; lo seductor del primer conocimiento de causa les dominaba, lo viejo se vengaba de ellos, sacrificaban lo más sagrado y bello del mundo a la primera autoconciencia con magnífica denegación, y fueron los primeros que reconocieron de nuevo y anunciaron con la acción la santidad de la naturaleza, la infinitud del arte, la necesidad del saber, el respeto de lo mundanal y la omnipresencia de lo realmente histórico, y pusieron fin a un dominio de fantasmas más alto, más general y más temible de lo que ellos mismos creían.

Sólo por un conocimiento más preciso de la religión se podrá juzgar mejor aquellos terribles productos de un sueño religioso, aquellos sueños y delirios del órgano sagrado, y sólo entonces aprender a percibir realmente la importancia de aquel regalo. Donde no hay dioses, reinan fantasmas, y la época en que nacieron propiamente los fantasmas europeos, y que explica bastante su figura, es el periodo de transición de la doctrina griega de los dioses al cristianismo. Así, pues, vengan también ustedes, los filántropos y enciclopedistas, a la logia pacificadora, reciban el beso fraternal, quiten la red gris, contemplen con amor joven la gloria milagrosa de la naturaleza, de la historia y de la humanidad. Quiero llevarlos ante un hermano, él ha de hablar con ustedes, para que se les abran los corazones y vistan su querida venganza apagada con un nuevo cuerpo, la envuelvan otra vez y reconozcan lo que se despliega ante ustedes, pero que el pesado entendimiento terreno ciertamente no podía mostrarles. Este hermano es el latido de la nueva época; quien lo haya sentido no duda más en su venir, y se destaca suavemente orgulloso de sus coetáneos, fuera del montón, ante el nuevo tropel de sus discípulos. Ha hecho un nuevo velo para la Santa, que revela, ajustándolo, la disposición divina de sus miembros, y sin embargo los oculta con más decoro que otro. Este velo es para la Virgen lo que el espíritu es para el cuerpo, su órgano indispensable, cuyos pliegues son las letras de su dulce anunciación; el infinito juego de pliegues es una música cifrada, pues la lengua es para la Virgen demasiado áspera y demasiado insolente, sólo para el canto se abren los labios.

Para mí no es más que la llamada solemne hacia una nueva reunión primigenia, el poderoso aletazo de un heraldo angelical que pasa. Son los primeros dolores de parto, ¡dispóngase cada cual para el nacimiento! Lo supremo de la física existe hoy día, y he aquí que podemos pasar por alto más fácilmente la corporación científica. La necesidad de ayuda de las ciencias externas se hizo en los últimos tiempos cada vez más visible, cuanto más íntimos nos hacíamos con ellas. La naturaleza comenzó a parecer cada vez más indigente y veíamos, mejor acostumbrados al brillo de nuestros descubrimientos, que era sólo una luz escondida y que con los utensilios y los métodos conocidos no descubríamos ni construíamos lo esencial, lo que buscábamos. Todo investigador tenía que confesarse a sí mismo que una ciencia no es nada sin la otra, y así surgieron intentos de mistificación de las ciencias y la esencia peregrina de la filosofía se irguió ahora, cual elemento científico puramente expuesto, convirtiéndose en una figura básica simétrica de las ciencias. Otros llevaron a las ciencias concretas nuevas relaciones, promovieron un trato vivo de las mismas entre sí, e intentaron poner en limpio su clasificación históriconatural. Así sigue la cosa, y es fácil medir cuán favorable tiene que ser este trato con el mundo exterior e interior de la educación superior del entendimiento, del conocimiento del primero y de la incitación y cultura del último, y cómo en tales circunstancias tiene que aclararse el tiempo, volver a manifestarse el viejo cielo y con él su añoranza, la astronomía viviente.

Volvámonos ahora al espectáculo político de nuestro tiempo. El mundo antiguo y el nuevo están en lucha, la imperfección y la indigencia de las instituciones políticas que hubo hasta la fecha se han manifestado mediante fenómenos terribles. Francia propugna un protestantismo temporal. ¿Debieran entonces surgir también jesuitas temporales y renovarse la historia de los último siglos? ¡Como si aquí también, al igual que en las ciencias, una conexión y contacto más estrecho y diverso entre los Estados europeos fuese ante todo la finalidad histórica de la guerra, si un nuevo movimiento de la Europa hasta ahora adormecida se pusiese en juego, si Europa quisiera despertar de nuevo, si un Estado de los Estados, una doctrina política de la ciencia nos amenazase! ¿Debiera ser acaso la jerarquía, esta figura básica simétrica de los Estados, el principio de la unión de los Estados como visión intelectual del yo político? Es imposible que fuerzas temporales se equilibren a sí mismas, sólo un tercer elemento, a la vez temporal y supraterrenal, puede resolver este cometido. Entre las potencias beligerantes no cabe concertar la paz, toda paz es mera ilusión, mero armisticio; bajo el punto de vista de los gabinetes, de la conciencia vulgar, no es pensable ninguna unión. Las dos partes tienen grandes exigencias necesarias y tienen que realizarlas, movidas por el espíritu del mundo y de la humanidad. Ambas son potencias indestructibles del interior del hombre; aquí la devoción por la antigüedad, el apego a la constitución histórica, el amor a los monumentos de los padres del pasado y de la vieja y gloriosa familia estatal, la alegría de la obediencia; allí el sentimiento delicioso de la libertad, la espera incondicional de poderosos círculos de influencia, la fruición de lo nuevo y lo joven, el contacto sin trabas con todos los conciudadanos, el orgullo ante la validez universal humana, la alegría por el derecho personal y la propiedad del todo y el sólido sentimiento civil. Que ninguna espere aniquilar a la otra, todas las conquistas aquí no quieren decir nada, pues la capital más interior de cada reino no está detrás de terraplenes y no se puede tomar por asalto.

Quién sabe si, sobrando la guerra, no va a terminar nunca, de no coger la palma que sólo puede ofrecer un poder espiritual. La sangre correrá por Europa hasta que las naciones descubran su terrible locura que las hace correr en círculo, y, alcanzadas y calmadas por una música sagrada, vayan hacia antiguos altares en una mezcla multicolor, se propongan obras de paz y se celebre un ágape, cual fiesta de paz en los humeantes campos de batalla, con ardientes lágrimas. Sólo la religión puede despertar otra vez a Europa y dar a los pueblos seguridad, e instalar con nuevo esplendor la Cristiandad visible sobre la Tierra, en su antigua y pacificadora función. ¿Tienen las naciones todo lo de los hombres –excepto su corazón, su órgano
sagrado–? ¿No se harán amigas, como éstos, ante los ataúdes de sus seres queridos, no olvidarán todo lo adverso cuando les hable la compasión divina y una desgracia, una desolación, un sentimiento les llene los ojos con lágrimas? ¿No las sobrecoge omnipotente el sacrificio y la entrega, y no ansían ser amigos y aliados? ¿Dónde está aquella vieja fe querida, fuera de la cual no hay salvación, en el gobierno de Dios sobre la Tierra?, ¿dónde está aquella confianza celestial de los hombres entre sí, aquella dulce devoción ante los derramamientos de un espíritu de la cristiandad que todo abraza?

El cristianismo es de tres formas. Una es el elemento generador de la religión como alegría propia de toda religión. Otra, la función mediadora como fe en la omnicapacidad de todo lo terreno para ser el vino y el pan de la vida eterna. Y es la fe en Cristo, su madre y los santos. Escojan la que quieran, escojan las tres, es lo mismo, serán cristianos y miembros de una comunidad única, eterna, indeciblemente feliz. Cristianismo aplicado, hecho vivo, fue la antigua fe católica, la última de estas formas. Su omnipresencia en la vida, su amor al arte, su profunda humanidad, la indisolubilidad de sus matrimonios, su comunicabilidad, amiga de los hombres, su alegría en la pobreza, la obediencia y la fidelidad, la hacen inconfundible como auténtica religión y contienen los fundamentos de su constitución. Este cristianismo se ha purificado con la corriente de los tiempos; en entrañable, indivisible unión con las otras formas del cristianismo, hará eternamente feliz esta Tierra. Su forma casual está tanto como aniquilada, el antiguo papado yace en la tumba y Roma ha llegado por segunda vez a ser una ruina. ¿No debe terminar por fin el protestantismo y hacer sitio a una Iglesia nueva, permanente? Las otras partes del mundo esperan la reconciliación y resurrección de Europa para unirse y llegar a ser conciudadanos del reino celestial. ¿No debería haber pronto otra vez en Europa una multitud de espíritus verdaderamente santos?, ¿no deberían estar todos los verdaderos correligionarios llenos de anhelo de ver el cielo sobre la Tierra, de acercarse unos a otros con agrado y entonar coros sagrados?

La cristiandad tiene que hacerse de nuevo viva y eficaz, y formarse otra vez una Iglesia visible sin respetar las fronteras nacionales, que acoja en su seno a todas las almas sedientas de lo supraterrenal y se haga gustosa mediadora entre el viejo y el nuevo mundo. Ella tiene que derramar otra vez la vieja cornucopia de la bendición sobre los pueblos. La cristiandad se levantará del seno sagrado de un venerable concilio europeo, y el negocio del despertar religioso se llevará a cabo según un plan divino omnicomprensivo. Nadie protestará ya más contra la coacción cristiana y temporal, pues el ser de la Iglesia será auténtica libertad, y todas las reformas necesarias se llevarán a cabo bajo la dirección de la misma en forma de procesos estatales pacíficos y formales. ¿Es pronto o tarde? Esto no hay que preguntarlo. Tengamos tan sólo paciencia, vendrá, tiene que venir, el tiempo sagrado de la paz perpetua, en que la nueva Jerusalén será la capital del mundo; y hasta entonces sean alegres y animosos en los peligros del tiempo, compañeros de mi fe, anuncien con la palabra y las obras el Evangelio divino y permanezcan fieles a la fe verdadera e infinita hasta la muerte.

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